La Palabra cada día

Somos Templo y Nación de Dios

Somos Templo y Nación de Dios

(Juan 11,45-57)

Llegamos al final de la vida de Jesús. ¿Qué hemos comprendido de Jesús en el tiempo en que lo hemos seguido como discípulos suyos, escuchado sus palabras, viendo sus milagros, estando con él en la intimidad? Como discípulo me siento orgulloso de haber sido un privilegiado en este camino junto a Jesús, sus palabras y sus hechos han sido con lluvia suave y constante que me ha hecho conocerlo cada vez mejor y amarlo siempre más.

También, como discípulo, he comprendido que Jesús no se identifica con ninguna institución, porque el Reino de Dios, centro de su predicación, está por encima de todas las instituciones, incluso por encima de la santidad del Templo.

Hoy escucho al “sumo sacerdote”, al que aman —más que nada— la santa institución del templo. Las instituciones son débiles y quienes viven al amparo de ellas tienen miedo que se cumpla en ellos el canto de María de Nazaret: los débiles “derriban del trono a los poderosos” y destruyen a sus instituciones. Tiene razón y miedo el “sumo sacerdote” de cualquier institución cuando sabe que los signos de la gente pueden quitarle su sillón y destruir su templo.

Al “sumo sacerdote” no le importa lo que diga Jesús ni le preocupan sus signos. Su ocupación es salvar la institución y con ella salvarse así mismo. Tampoco le importa la vida de Jesús. Para los intereses de su institución conviene que Jesús muera. Pero el “sumo sacerdote” no sabe que Jesús va a morir “no solo por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos”; no sabe que la muerte de Jesús es el triunfo del Reino de Dios donde toda persona es Templo y Nación de Dios.

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